Baja visión - ceguera

Baja visión - ceguera
Chocar, tropezar, caerse, golpearse en la cabeza, pisar a alguien, tirar algo, romperlo, caerse o derribar a alguien son situaciones que vivía en tantas ocasiones que ya las tenía normalizadas. Las había integrado hasta tal punto en su día a día, que la mayor parte de las veces ni siquiera se detenía un instante en pensar lo que le pasaba, se recomponía y seguía con lo que estuviera haciendo. La verdad es que su reacción dependía en gran medida de su estado de ánimo en el momento y algunos de esos domésticos y habituales accidentes lo conducían a un enfado consigo mismo, que hacía pagar a quienes tenía alrededor. Aunque lo peor era cuando hacía daño a terceros y el enfado derivaba hacia una enorme frustración.
La pérdida progresiva de visión a la que le condenaba su enfermedad visual era una desgracia, que lo llevaba a momentos desagradables, incluso peligrosos. No era un plato de buen gusto ni nada por lo que alegrarse. Pero, luego, se decía que era afortunado por todo lo que tenía, que debía aprovecharlo y disfrutarlo al máximo y que de nada le servía andar lamentándose por las esquinas.
Además, su falta de visión, lo conducía también a algunas vivencias embarazosas, pero divertidas, como la de aquel día de fiesta en su ciudad.
Estaban de pie conversando con otros matrimonios, comentando vete tú a saber qué. Charlaba animadamente con un amigo y, sin dejar de hacerlo, se aferró al hombro de su mujer. Ese hombro le proporcionaba mucha seguridad y tranquilidad en situaciones como aquella, de noche y rodeado de gente por todos lados. Se agarraba a él continuamente, de forma instintiva, como quien pone el pie cuando se cae un vaso al suelo para tratar de evitar que se rompa. Siguió dialogando un rato sobre nada relevante, porque no se acuerda sobre qué.
Interrumpió la conversación alguien que le tocó la espalda para reclamar su atención. Se giró para atenderlo y a la vez que la miraba la escuchó decir.  
—¡Ya estoy aquí! 
Se quedó mirándola fijamente, procesando la información que llegaba a su cerebro. Es mi mujer, ¿de dónde viene?, ¿dónde ha ido?, ¿cuándo se ha ido? Y si a ella la tengo delante de mí, ¿de quién es el hombro al que estoy agarrado desde hace un rato? 
Ignoró un instante a su esposa para centrar la atención en su mano y se topó con el rostro de una mujer cuya mirada le transmitía un cóctel de perplejidad y susto.
—¡Perdón! 
—acertó a decir mientras retiraba la mano tan sorprendido como la señora.
Ella no dijo nada, pero pareció percatarse de lo que había ocurrido, porque esbozó una sonrisa a modo de respuesta, como queriendo decir no te preocupes, no pasa nada.
Su mujer, que presenció la escena, también sonreía, aunque quiso saber los detalles.
—Le puede pasar a cualquiera
—le dijo cuando se los explicó.
Era algo que le decían muchas veces, pero tenía la impresión de que cosas así siempre le pasaban a él. 
 

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